En el lenguaje de las metas de los ODS, que es donde se encuentran marcadas las prioridades de la Agenda, la contribución debe entenderse como el impacto, el efecto/cambio ocasionado en la situación de las partes interesadas como consecuencia de las actuaciones emprendidas.
Para poder analizar de forma correcta y rigurosa el impacto se ha de tener en cuenta cinco dimensiones:
- Qué resultados está persiguiendo la organización para materializar el cambio y cómo de importantes son para los grupos de interés afectados.
- Quiénes están experimentando los resultados y cuál era su situación previa a la actuación.
- Cuántos beneficiarios en los grupos de interés han experimentado los resultados de la actuación, en qué grado la experiencia les ha cambiado su situación y por cuánto tiempo.
- Cuál ha sido la contribución, esto es, si los esfuerzos de la organización han proporcionado unos resultados que han conducido a una mejor situación que a la que se hubiera llegado si no se hubiera acometido la actuación.
- Cuáles son los riesgos, entre otros, la probabilidad de que el impacto sea diferente al perseguido o no perdure en el tiempo.
Conviene no olvidar tres características clave que identifican un impacto: un cambio sistémico, duradero y significativo.
Hay que tener en cuenta que no se pueden obtener los resultados esperados sin una planificación previa. Y la elección de la metodología a utilizar para el análisis forma parte de esa planificación. Esto requiere un modelo de gestión.
Las nuevas guías desarrolladas por el Pacto Mundial de Naciones Unidas, para el programa acelerador SDG Ambition, ponen el foco en aspectos fundamentales en la gestión del impacto que deben considerarse para que verdaderamente se produzcan resultados en línea con las prioridades establecidas en el marco de la Agenda 2030. Un verdadero avance que pone el foco en la gestión como forma de alcanzar los objetivos perseguidos por la Agenda 2030.